Jueves, 07.50 h de la mañana. Suena el despertador.
Abro lenta y desidiosamente los ojos mientras mi mano se desplaza en busca de
mi móvil. Le encuentro y una vez en mis manos apago el despertador.
Desbloqueo el aparato, y abro, como de costumbre, el
whatsApp. Contesto a algún que otro mensaje, doy un buenos días y lo cierro
para actualizar twitter y facebook. Una vez cumplida esta rutina, me desperezo
y me levanto.
Todos los días se repite lo mismo. Me ducho, me
arreglo, me preparo el café, desayuno... Todo esto, eso sí, acompañado de mi móvil.
A lo largo del día nunca me separo de él. Somos fieles
amigos con alguna excepción, como cuando se apaga inesperadamente o incluso
cuando alguien no contesta a un mensaje.
En clase, oculto el móvil bajo la mesa echándole una
mirada entre diapositiva y diapositiva. Es una buena vía de escape ante las
clases teóricas y aburridas.
Una vez acabadas las clases, en descansos o con los
amigos, sigo apegada a mi móvil, no perdiendo oportunidad de echarle una ojeada
cuando los demás no miran, o incluso, descaradamente leyendo o escribiendo
mientras alguien se dirige hacia mí.
Hoy, justamente hoy, aparto por un momento mi móvil y
me doy cuenta de la gran dependencia que tengo hacia ese simple aparato, aquel
que debe conocerme más que mi familia y amigos, más incluso que yo misma.
En él están guardadas mis fotos, mi música, mi agenda,
e incluso mis conversaciones más íntimas. Es responsable de cantidad de
malentendidos y discusiones, de tiempo perdido, de bajas notas en los
estudios...
Podríamos decir que él es el culpable de nuestra
adicción, pero estaríamos equivocados, somos nosotros los únicos responsables
de lo que pasa. La solución no es renunciar al móvil ni a sus aplicaciones, sino
ser conscientes y críticos de las limitaciones que tiene pasar las 24 horas del
día apegado al móvil.
Un poco de reflexión, de pensamiento crítico y de
análisis de la de la sociedad bastaría para poder alcanzar la consciencia de
hasta qué punto las nuevas tecnologías son dueñas de nosotros.
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